La tecnología
digital transformó la forma en que nos comunicamos, trabajamos, hacemos
compras, aprendemos y nos entretenemos. Es posible que en poco tiempo
tecnologías como la inteligencia artificial (IA), el ‘big data’ e internet de
las cosas (IdC) reformulen por completo la atención médica, el suministro de
energía eléctrica, el transporte, la agricultura, el sector público, el
medioambiente e incluso nuestras mentes y cuerpos.
La aplicación
de la ciencia a los problemas sociales generó grandes beneficios en el pasado.
Mucho antes de la invención del microprocesador de silicio, innovaciones
médicas y tecnológicas, ya habían vuelto nuestras vidas mucho más cómodas (y
largas). Pero la historia también está repleta de desastres causados por el
poder de la ciencia y el afán de mejorar la condición humana
Por ejemplo,
los intentos de aumentar la productividad agrícola con el auxilio de la ciencia
y la tecnología en el contexto de la colectivización en la Unión Soviética y en
Tanzania, una política que promovía la conversión de granjas individuales a
colectivas, fueron totalmente contraproducentes. Y a veces los planes de
remodelar ciudades apelando a la planificación urbana moderna las dejaron casi
destruidas. El politólogo James Scott denominó alto modernismo a esos intentos
de transformar la vida ajena mediante la ciencia
Una ideología
tan peligrosa cuanto dogmáticamente hiperconfiada. El alto modernismo se niega
a reconocer que muchas prácticas y conductas humanas tienen una lógica
inherente que está adaptada al complejo entorno en el que evolucionaron. Cuando
los altomodernistas descartan esas prácticas para instituir una forma más
científica y racional de hacer las cosas, casi siempre fracasan.
Tecnologías
de frontera como la IA, el ‘big data’ e IdC suelen presentarse como panaceas
para la optimización del trabajo, la recreación, la comunicación y la atención
médica. La idea sería que tenemos poco que aprender de las personas ordinarias
y de las adaptaciones que desarrollaron dentro de diferentes contextos
sociales.
El problema
es que una creencia incondicional en que la IA es mejor en todo, por dar un
ejemplo, crea un desequilibrio de poder entre quienes desarrollan esas
tecnologías y quienes verán sus vidas transformadas por ellas (y que,
básicamente, no tienen ninguna influencia en el modo en que esas aplicaciones
se diseñarán y usarán).
Los problemas
actuales de las redes sociales son una muestra perfecta de lo que puede suceder
cuando se imponen reglas uniformes sin ninguna consideración del contexto
social y de las conductas resultantes de la evolución. Las ricas y variadas
pautas de comunicación del mundo no digital han sido reemplazadas, en
plataformas como Facebook y Twitter, por modos de comunicación guionados,
estandarizados y limitados. El resultado es la aniquilación de los matices
presentes en la comunicación cara a cara y en la presentación de noticias
mediada por proveedores confiables. Los intentos de ‘conectar el mundo’
mediante la tecnología han creado una maraña de propaganda, desinformación,
discurso de odio y hostigamiento.
Pero este
sendero típicamente altomodernista no está predestinado. En vez de ignorar el
contexto social, los desarrolladores de nuevas tecnologías podrían aprender
algo de las experiencias e inquietudes de la gente real: crear una tecnología
adaptativa, en vez de arrogante, diseñada para empoderar a la sociedad, en vez
de silenciarla.
Hay dos
fuerzas que pueden llevar las nuevas tecnologías en esa dirección. La primera
es el mercado, que puede actuar como una barrera contra la imposición
autoritaria de proyectos errados. Cuando los planificadores soviéticos
decidieron colectivizar la agricultura, los aldeanos ucranianos poco pudieron
hacer para detenerlos, y a eso siguió la hambruna. No es igual con las
tecnologías digitales de la actualidad, cuyo éxito dependerá de decisiones
tomadas por miles de millones de consumidores y por millones de empresas en
todo el mundo (con la posible excepción de China).
Pero no hay
que exagerar el poder controlador del mercado. No hay garantías de que promueva
la adopción generalizada de las tecnologías correctas, ni de que internalice
los efectos negativos de algunas aplicaciones nuevas. Que el ámbito donde
Facebook existe y reúne información sobre sus 2.500 millones de usuarios
activos sea un entorno de mercado no implica que podamos confiar en el uso que
dará a esos datos. El mercado no puede garantizar que el modelo de negocios de
esa red social y las tecnologías que lo sostienen no traigan consecuencias
imprevistas.
Para que el
poder controlador del mercado funcione, hay que reforzarlo con un segundo freno
más poderoso: la política democrática. Todos los Estados tienen un papel que
cumplir en regular la actividad económica y el uso y la difusión de nuevas
tecnologías. La política democrática suele impulsar la demanda de esa
regulación, y también es la mejor defensa contra la captura de las normas
estatales por empresas rentistas en busca de aumentar su cuota de mercado o sus
ganancias.